lunes, 14 de mayo de 2012

MAEZTU, ESE DESCONOCIDO



"Ser es defenderse; dejar de defenderse es dejar de ser."

Si la otra vez me traje de La Herradura ecos malapartianos, en esta ocasión me he topado con una absoluta sorpresa, la obra MAEZTU: BIOGRAFIA DE UN NACIONALISTA ESPAÑOL de Pedro Carlos González Cuevas, donde se deconstruye minuciosamente la leyenda negra que convirtió en el Don Berrinche del 98, energuménico y carca, sólo capaz de expresarse a garrotazos, a un hombre vehemente, entusiasta y (tal vez por su adolescencia abocada al trabajo por traumática ruina familiar y al abandono de los estudios y de toda veleidad señoritil y bohemia) completamente volcado a la regeneración de lo público, con más vocación de asesor y constructor que de creador, platónico en sus prioridades del desarrollo armónico de la Comunidad sobre los caprichos y arbitrariedades en aras de la estética, sólo parejo en dicho compromiso al regeneracionista Costa, al prologal noventayochista Ganivet (pero sin las bipolaridades caóticas de Pío Cid) y a los epígonos D'Ors (pero sin el regodeo autocomplaciente) y Ortega (de quien fue durante bastante tiempo humilde seguidor, pese a su mayor edad, y del que se distanciaría por sus distintas visiones en torno a la tarea de gobierno de Primo de Rivera y las sedicentes expectativas republicanas -aunque viendo cómo acabaron las cosas y el pronto desencanto orteguiano sobre lo que vino después, amén de lo mucho que ha ganado la mal llamada Dictadura con el paso del tiempo, no digamos ya en estos días de escombrera nacional, de convulsiones goliardescas y contubernios partitocráticos, como definitivo colofón de la secuencia iniciada con la caída de don Miguel en nuestro particular crack del 29, no parece que fuese Maeztu el más errado-). Su explosiva mezcla de sangres (padre vasco y madre escocesa) y su crianza cosmopolita (de muy joven tuvo que bregar en La Habana y París, no precisamente como estancias vacacionales sino con la frenética lucha por la vida del self-made man) le llevan a una visión de las cosas muy distante del casticismo alucinado del ruedo ibérico y a una atención permanente por el funcionalismo y pragmatismo anglosajón. A partir de un troquel nietzscheano y spenceriano y desde un temperamento profundamente reactivo, en estrecho contacto con la dura realidad material, Maeztu (que vivirá los primeros años del siglo XX en Londres amén de viajes por Francia, Alemania e Italia) enriquece su autodidactismo (tan próximo al mío en no pocos grados de inquietud y bulimia intelectual -no por mor de erudición sino por ansia desesperada de respuestas y vías ascendentes-) con nombres y corrientes que me resultan muy cercanas, caso del cometa Hulme (protofascista y vorticista, soreliano y afecto al medievo desde una perspectiva más románica que romántica) o del socialismo gremial (el de Orage -una de las iluminaciones económicas del frenético iluminado Pound- y Cole -cuya monumental y panorámica HISTORIA DEL PENSAMIENTO SOCIALISTA supuso mi primer acercamiento serio a los diversos mundos de la izquierda-). Puedo decir que, con Ayn Rand, Maeztu en esta biografía es la única persona que me ha mostrado el capitalismo como algo categóricamente atractivo a que abocarse sin reticencias y no el cínico mal menor que suponen en su intención última tanto los parcheos keynesianos (coyuntural paliativo a la amenaza comunista) como su presunto contrario el peplum hayekiano (fallido emasculador final de la Historia tras la caída de la URSS). Para Maeztu (como para Ayn Rand) el capitalismo (incluso cuando aún no lo siente de manera explícita, en sus etapas como libertario pragmatista o -después, a caballo entre sus influencias británicas y su querencia orteguiana- como liberal socialista) es una Alternativa con mayúsculas, síntesis de desarrollo personal y comunitario, del músculo y del espíritu, yunque donde se templan las voluntades y martillo de indolencias pesebristas, y constante alerta (una alerta que mantendría siempre, hasta en sus últimos tiempos de relativa empatía con los regímenes de fuerza italiano y alemán) frente a la comodona conformidad ante la prepotencia estatólatra: la diferencia estriba en que el egoteísmo randiano (más cercano a Nietzsche y a Stirner y a esa alegría de vivir vikinga que la novelista y pensadora encarnaría en sus héroes y de modo literal en su pirata escandinavo de LA REBELION DE ATLAS -antimateria en su vitalismo boreal de todo peplum postmoderno-) es en Maeztu un continuum en agónico diálogo con Lo Trascendente (diálogo constante y cambiante en su temporalidad reactiva, especialmente rico en su savia británica -Von Hügel, Campbell, los perfiles más espirituales del ya mentado Hulme y de su afín Moore, Belloc, los hermanos Chesterton...-), una Trascendencia siempre vinculada a la reforma y el desarrollo social, sin la menor tentación escapista o estilitamente misantrópica (hay momentos de Maeztu que nos traen al recuerdo a la Simone Weil de ECHAR RAICES). Desde mi perspectiva, creo que fue trágica la desbritanización de Maeztu con su regreso definitivo (tanto físico como mental) a España, sus acercamientos al cul de sac latinoamericano (por otra parte, loables en sus inicios, en cuanto a tratar de proponer una Commonwealth castiza con su idea de la Hispanidad y sus ojos puestos más en la emulación anglosajona que en el arcadismo indigenista, en las convulsiones caudillistas o en la decadente mímesis de la Europa continental -una de las mentes más complejas de la izquierda del subcontinente a la sazón, el comunista peruano Mariátegui, consideraba a Maeztu un sujeto bastante sólido en su análisis del capitalismo aunque discrepase sobre el futuro último de éste-), su deslizamiento al integrismo en buena medida obligado por un creciente sentimiento apocalíptico ante el devenir de la II República, aunque estas derivas, reducidas al tópico por la caricatura hostil, ganan en comprensión si se estudian desde una perspectiva apegada a la circunstancia anímica, si asumimos la conversión de Maeztu desde un desarrollismo esperanzado fecundo en iniciativas a un pesimismo/fatalismo ultramontano, a un pensamiento en perenne estado de excepción (conversión que podemos ver, por otra parte, como pareja de la que hoy en día sufren elementos abducidos por tal o cual secta o fundamentalismo, entre el vértigo catastrofista y la esperanza escatológica de un Juicio Final), tristemente rehén de visiones y compañías muy inferiores a lo hasta entonces tan creativamente atendido, pero implacablemente lógico (¡de una lógica en verdad profética!) en su motivación última respecto a que las derechas (entendidas en un sentido profundo, metapolítico) sólo podían tener dos opciones en la España surgida del 31, la lucha a muerte por Ser o la aceptación plena de la derrota y consiguiente reeducación y/o exilio (en la guerra civil tanto anarquistas como poumistas, antípodas de Maeztu salvo en su defensa de una política ibérica no sucursalista -ibérica, digo, pues también Maeztu, con sus simpatías por el integralismo portugués, aspiraba a la unidad peninsular-, acabarían por sufrir este mismo karma por parte del último jugador de la partida que monopolizó la República -una república hecha jirones a base de sucesivos desencantos y no es esto, no es esto-). En curiosa pirueta del Destino, su último interlocutor y cofrade de fosa común sería su tocayo Ledesma Ramos, antítesis de lo carca, seguidor (como también, en su momento, Maeztu) de Ortega que abandonó un brillante porvenir como filósofo por la agitación ¿suicida? ¿santa? ¿heroica? (en un impulso que podemos asociar con las peripecias de T.E. Lawrence entre los árabes, con la marcha de Simone Weil del exilio en USA a Londres para encuadrarse en la resistencia o con los últimos tiempos de Mishima -o, claro, con la decisión de Maeztu de enfrentarse a la República cara a cara consciente de vivir cada día como el último, abandonando su mucho más cómoda residencia londinense, a la que, no olvidemos, podría haber vuelto de haberlo querido tras la caída de la Dictadura-), nacionalista revolucionario transversalizando el comunismo iberista de Maurín con las intuiciones rojipardas, ateo expectante (de esos ateos que Simone Weil consideraba más cerca de Dios que muchos presuntos creyentes) que dedicó sus horas finales a charlas religiosas con su compañero de cárcel.

El franquismo más lusitano y opusino (esto es, el más cercano al modelo salazarista de una casta de contables y economistas asesorando a la tropa -frente al pretorianismo y escuadrismo más primario de la inmediata postguerra-) instrumentalizaría bastante, aunque afeitándolo no poco de carisma e imaginación creadora, el legado más sustancial de Maeztu (su defensa de la política y la economía como función al servicio de la comunidad y como ejercicio de mística entre las gentes), sobre todo tras reconocer a mediados de los 50 la inviabilidad de la plena autarquía como régimen estable por la debilidad de los mimbres y las intrigas titiriteras del Caudillo, siempre receloso ante toda meritocracia capaz de cristalizar en un sistema de élites movilizadoras y no de meros mandarines perrunamente leales (no en vano Gonzalo Fernández de la Mora, considerado el epígono más brillante de nuestro hombre -dentro de lo que cabe, que a mi juicio podría ser bastante más-, fue el creador de ese concepto tan tecnocrático del Estado de Obras).

Hoy Maeztu, si nos atenemos a la exhaustiva peripecia que se nos muestra en la presente biografía, resulta un tesoro a descubrir, tesoro de sugerencias y contradicciones, de aciertos y errores, de entusiasmos y caídas, de síntesis extremadamente apetitosas y de conversiones tremendamente estériles y, lo más importante, de una profunda honestidad (algo que hoy, en tiempos podridos de abyecto cinismo y conveniencias cortoplacistas, es palmariamente lógico que se considere energumenismo e incluso locura).

martes, 1 de mayo de 2012

LEYENDO A SANTAYANA

                                                                              (continuación de la serie iniciada en EL PUNTO Z)
 

A través de la azorinóloga Anna Krause me topo una vez más en mi vida con el nombre de Santayana, a quien considera impremeditado trasunto del pequeño filósofo de Monóvar. Hasta ahora, siempre que me he topado con este nombre, me he quedado al final en ayunas (vi en una feria de viejo EL ULTIMO PURITANO y no me decidí, alguien me lo recomendó pero nunca me dejó un ejemplar para consumar dicha recomendación, y así todo). Ahora acabo de descubrir una cosa llamada PROYECTO GUTENBERG donde puedo descargarme varias obras suyas (no está EL ULTIMO PURITANO pero seguiré buscando). Esta vez le hincaré el diente a Santayana sí o sí. Y qué invento esto del PROYECTO GUTENBERG para los sujetos sin posibles como yo.

"When chaos has penetrated so far into the moral being of nations they can hardly be expected to produce great men. A great man need not be virtuous, nor his opinions right, but he must have a firm mind, a distinctive, luminous character; if he is to dominate things, something must be dominant in him. We feel him to be great in that he clarifies and brings to expression something which was potential in the rest of us, but which with our burden of flesh and circumstance we were too torpid to utter. The great man is a spontaneous variation in humanity; but not in any direction. A spontaneous variation might be a mere madness or mutilation or monstrosity; in finding the variation admirable we evidently invoke some principle of order to which it conforms. Perhaps it makes explicit what was preformed in us also; as when a poet finds the absolutely right phrase for a feeling, or when nature suddenly astonishes us with a form of absolute beauty. Or perhaps it makes an unprecedented harmony out of things existing before, but jangled and detached. The first man was a great man for this latter reason; having been an ape perplexed and corrupted by his multiplying instincts, he suddenly found a new way of being decent, by harnessing all those instincts together, through memory and imagination, and giving each in turn a measure of its due; which is what we call being rational. It is a new road to happiness, if you have strength enough to castigate a little the various impulses that sway you in turn. Why then is the martyr, who sacrifices everything to one attraction, distinguished from the criminal or the fool, who do the same thing? Evidently because the spirit that in the martyr destroys the body is the very spirit which the body is stifling in the rest of us; and although his private inspiration may be irrational, the tendency of it is not, but reduces the public conscience to act before any one else has had the courage to do so. Greatness is spontaneous; simplicity, trust in some one clear instinct, are essential to it; but the spontaneous variation must be in the direction of some possible sort of order; it must exclude and leave behind what is incapable of being moralised. How, then, should there be any great heroes, saints, artists, philosophers, or legislators in an age when nobody trusts himself, or feels any confidence in reason, in an age when the word dogmatic is a term of reproach? Greatness has character and severity, it is deep and sane, it is distinct and perfect. For this reason there is none of it to-day."